Vicente Ameztoy
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Obra
Vicente Ameztoy calificó el mundo del arte como una esfera difícil en la que despuntar suponía una ardua tarea. Recordaba que en su época el panorama artístico era un desierto en el que los jóvenes pintores debían organizar e incluso costear sus propias exposiciones. Ameztoy calificó el mundo del arte como una esfera difícil en la que despuntar suponía una ardua tarea. Recordaba que en su época el panorama artístico era un desierto en el que los jóvenes pintores debían organizar e incluso costear sus propias exposiciones.
Anotaba el artista que, lógicamente, con el paso del tiempo, la situación de los creadores ha cambiado, las expectativas son diferentes y las posibilidades de llegar al gran público varían. El panorama artístico difiere mucho de lo que un día fue, y gracias a la posibilidad de viajar y conocer nuevas culturas, los referentes artísticos han cambiado. Él mismo afirmó que el plagio de ideas es habitual, quizás debido a esa mezcolanza de gentes, culturas e ideas. Vicente Ameztoy se consolida como un pintor de genuino carácter que a diferencia de lo que ocurre en la actualidad no gozó de tanta libertad. Ejemplo de ello es el periodo en el que creó La Familia allá por los años setenta.
Esta genuinidad ha consolidado la obra de Ameztoy como el punto de fusión entre lo real y lo fantástico, entre lo humano y lo vegetal. De su temática podríamos destacar dos elementos, los paisajes o la naturaleza en su estado más idílico y las gentes vascas, figuras entre las que su familia recibe un tratamiento especial. Ameztoy interrelaciona ambos temas ofreciendo una vegetación humanizada, destacando el papel de su familia en sus lienzos. Sus obras muestran personajes vestidos con ropajes antiguos elaborados con forraje, hierbas y ramas. Las referencias al mundo rural son constantes, utensilios, atuendos e incluso ciertas labores propias del campo quedan plasmadas, así como la presencia de figuras tan peculiares como los espantapájaros.
Una de las obras más emblemáticas de Ameztoy es La Familia de 1975, inspirada en una vieja foto familiar tomada en la escalinata del caserío Etxe-Ondo. El niño que se encuentra en el centro de la fotografía es el abuelo del artista, que se llamaba también Vicente Ameztoy. De la imagen emana cierto misterio, parece como si los retratados esperasen algo, un gesto, una mueca o quizás una actitud de quien la observa. Los diecisiete componentes se encuentran a la expectativa. A este respecto cabe mencionar la evolución de las cámaras fotográficas, en aquel entonces para inmortalizar la imagen se necesitaban unos instantes, segundos en los que los fotografiados debían posar, algo que hoy en día no ocurre ya que en décimas la imagen es captada. Así podrían explicarse sus poses, sus profundas miradas y esas caras que parecen hablar desde el más profundo silencio. Como afirma Daniel Castillejo, “Miran al mundo desde su mundo, que es el universo complejo de Vicente Ameztoy”.
En esta ocasión el pintor recurre al “vaciado” de las figuras, define a los integrantes de la composición mediante “pedacitos de cielo”, el resto son figuras humanas “emboscadas”, en realidad, seres vegetales con manojos de hierba por cabeza. Las figuras están inmersas en un paraje natural y dos columnas enmarcan el fondo, flanquean la entrada a un lugar remoto de cielo estrellado. Ameztoy hace con ésto una reverencia a sus antepasados, a sus raíces y al entorno en el que todo transcurre.
En sus obras se observan elementos comunes como la leve lluvia, el verdor de la vegetación, la transparencia o la luminosidad. Son elementos aparentemente simples, que no encierran mayor complejidad que lo que realmente significan, pero Ameztoy en sus obras los transforma y envuelve en una aureola de quietud y ensueño. Sus escenas son mágicas, la lluvia no se percibe pero se siente, el aire no se dibuja pero se nota y, sobre todo, los movimientos parecen ralentizados, como si en ocasiones las figuras flotaran o levitaran en el lienzo. Una sensación de ingravided enmarca algunas de estas maravillosas obras.
La vegetación, más que un recurso, es un símbolo que se repite en cualquier obra del artista. A este respecto hay que mencionar dos ideas. La primera es la capacidad que tiene para humanizar el conjunto boscoso y la segunda, como cabe esperar, la capacidad, también, de emboscar la figura humana. En otras ocasiones observamos figuras sacadas del mágico mundo de los cuentos infantiles como Blancanieves. Ameztoy envuelve todo bajo un manto de fantasía, transparencia y enigma.
La lluvia y los frondosos bosques son también una constante en sus obras. Son una especie de acción-reacción, cuando llueve, la madre naturaleza responde con extraordinarios parajes que embelesan al espectador. En las pinturas de Ameztoy encontramos una amplia gama de verdes que evocan frescura. Ésto recuerda al renacer, a ese círculo natural en el que gracias al agua, en forma de lluvia, el entorno se regenera. Sus lienzos están impregnados por una leve capa de lluvia, casi inapreciable pero presente, juega así con la transparencia y la magia, creando un clima de ensoñación, de ligereza que sólo Ameztoy supo plasmar de forma tan extraordinaria. Si bien este periodo de ensueño abarca los años setenta, en la década de los noventa inicia una etapa nueva, diferente y un tanto peculiar. Como él mismo afirma, “Así empieza este extraño periodo de mi vida como pintor de santos”.
Una excursión por casualidad a la Rioja Alavesa, en concreto a Remelluri, motivó al artista, quien, en un principio, no muy motivado, terminó decorando aquella pequeña ermita carente de iconografía. Entre los santos y santas que pintó se encuentran San Vicente, Santa Eulalia y San Cristóbal entre otros.
Ameztoy a pesar de que “su ateismo le hizo dudar”, anotó en una de las entrevistas que le realizaron que su pintura hasta ese momento había sido tan dulce y amarga como la vida misma, pero realizada siempre desde la espiritualidad con la que se crean las obras de arte. Por lo que en esta ocasión abordaría el proyecto con el propósito de “introducir en el santoral color, vida y algo de alegría”.